Una década

Perder a un ser querido siempre es un momento duro. Da igual el tiempo que hayamos tenido con esa persona, jamás será suficiente. Cuando se van, lloramos por todos los momentos que ya no podremos compartir, por todo lo que se perderán y jamás verán. Llevamos, por tanto, el duelo siempre con nosotros. Al principio la herida es tan reciente, que las lágrimas que caen son amargas por culpa del pesar, luego, con el tiempo, ese corte empieza a sanar. Se cura lentamente, pero eso no significa que no vuelva a dolernos. No. Lo sigue haciendo, solo que ya no con tanta intensidad como antes. Nos acostumbramos a ese dolor. A ese vacío que deja la pérdida. Aprendemos a vivir con él.

Han pasado ya diez años desde que mi abuela, mi única abuela, nos dejó en cuestión de horas, sin que nadie se lo esperara. Pero en el fondo, hacía tiempo que ya se había ido de nuestro lado. El Alzheimer nos la arrebató muchísimo antes y fue una suerte que se fuera casi tan de repente. No vimos los últimos coletazos de la enfermedad. Todavía tenía momentos de lucidez y podía reconocer a la gente. Todavía era capaz de llamarme por mi nombre. No, por mi nombre no, por una versión cariñosa de este, una que siempre utilizó conmigo y que solo ella usaba.

Los momentos más difíciles del Alzheimer, los que estaban llenos de dolor y miedo, han pasado ya a meras anécdotas. Los rememoramos de vez en cuando, compartimos experiencias y nos reímos a carcajada limpia con ellos. Pero en el fondo todavía conservamos los sentimientos que nos invadieron en ese momento. La rabia, el pánico y, sobre todo, la impotencia de no poder hacer nada al respecto.

Se quedó, también, la amarga sensación de que podía haber pasado más tiempo con ella, que no fue suficiente . Aunque falleció cuando yo tenía veinte años, la enfermedad llevaba con ella desde que yo era pequeña, desde que Papá Noel era todavía un señor que vestía de rojo. La de veces que se olvidó de comprar regalos para nosotras y la de veces que intentó arreglarlo como pudo. Porque, aunque por aquel entonces ni ella ni nosotros lo sabíamos, en el fondo era consciente de que algo no iba del todo bien.

Ella, que no lo tuvo fácil en la vida, que tuvo que crecer de golpe para hacerse cargo de sus hermanos, para sacar a su familia adelante. Ella, que se casó de luto y perdió a su marido demasiado joven. Jamás dejó de luchar ni en esos momentos, ni cuando la diagnosticaron demencia.

El Alzheimer es una enfermedad progresiva en la que los síntomas empeoran gradualmente con el paso de los años. No solo conlleva la pérdida de memoria, sino otros síntomas menos conocidos. Estos últimos fueron los que nos hicieron tambalear, los que casi nos derrumban a todos y los que se han quedado grabados a fuego entre nos recuerdos. Mi abuela era una mujer peculiar. Muy cariñosa, pero con mucho carácter. El Alzheimer la transformó por completo. Y a nosotros también.

Lo que vives cuando un familiar tuyo lo sufre, lo llevas dentro. Yo lo llevé muy dentro de mí durante muchos años. Y necesitaba soltarlo, expresarlo de alguna manera. Y, sin embargo, las palabras no llegaban. Hasta que surgió el Proyecto Válidas de Literup Ediciones y con ellos Vaalir y Magog, los personajes de ‘El último de los thaûrim’. Ellos fueron, son y serán mi dolor, mi rabia, mi impotencia y mi pérdida hechas historia.

Hace tres años, con motivo de la preventa de la novelette, que trata el Alzheimer en un mundo de fantasía, hice un hilo sobre esta demencia. He querido rescatarlo precisamente hoy para entender un poco lo vivido no solo por mí, sino por cientos de familias:

Hoy se cumplen exactamente diez años desde que mi abuela falleció. Aún recuerdo los momentos previos y los posteriores como si lo hubiera vivido ayer, recuerdo a mi cabeza intentando pensar en otra cosa. Cuando conseguí asimilar lo ocurrido, al dolor de la pérdida se unió un miedo que lo cubrió todo: el miedo de olvidar su rostro, su voz, de que de verdad se fuera para siempre. Y, sin embargo, aún conservo todo ello en mi cabeza como si nunca se hubiera ido de nuestro lado. La veo también en los gestos de mi madre, de mi tía. En los míos propios.

Ha pasado una década y, en el fondo, jamás nos ha dejado. Su recuerdo vive en quienes la quisimos, y desde hace tres años también entre las páginas de ‘El último de los thaûrim’.

Te quiero, abuela, hoy, mañana y siempre.

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