
Relato publicado, junto con otras historias cortas, en formado de audiocuento en el podcast de The Good Neus.
Naror nunca había poseído mucho. Sus padres no tenían demasiado dinero y él vivió una infancia austera. Desde que era adulto y sus progenitores se marcharon para siempre, las cosas no habían cambiado demasiado en su vida. Jamás tuvo la oportunidad de cursar estudios superiores, por lo que no tenía grandes conocimientos. Sabía mucho sobre la vida gracias a los viajes que había realizado, pero eso no le daba de comer como le podría dar, por ejemplo, un trabajo de aydan en una escuela. Durante mucho tiempo le carcomió su falta de formación. Culpaba a sus padres por no poder pagarle ningún tipo de estudio. No obstante, al final hizo las paces con ellos al entender que no era sencillo vivir para alguien con escasa fortuna y que hicieron todo lo que estuvo en sus manos.
Hacía ya diez años que había llegado a Faula, una pequeña ciudad del reino de Ontera. A pesar de pertenecer a las hadas, la urbe se situaba muy cerca de la frontera con los territorios de distintas razas. Por eso no era extraño encontrar diferentes criaturas allí. Esa era una de las razones por las que se había quedado. Había un gran número de duddolas como él, por lo que la piel rojiza de Naror, a quien no le gustaba llamar la atención, y los tatuajes blancos que lucía por todo el cuerpo, pasaban desapercibidos en Faula. La segunda causa por la que decidió establecerse en esa región era que a las hadas les gustaban las historias y él contaba con un teatro con el que poder narrar decenas de ellas. Además, las hadas eran generosas con el dinero y solían entregar una gran cantidad de monedas al final de cada espectáculo, lo que le permitía tener unos ahorros de los que no dispondría en otro reino.
Su teatrillo no tenía nada de especial. No utilizaba marionetas realistas, ni estas se movían con complicados engranajes o con magia. Sus muñecos eran antiguos y no tenían ninguna de esas características. Habían pertenecido a sus progenitores, por lo que eran de los que se manejaban con hilos. Al contrario que sus compañeros de oficio, Naror tampoco contaba con ninguna criatura de tamaño pequeño como los grog para que le diera un toque de vida a sus historias. Pero eso no le impedía ponerse todos los días en el lateral suroeste de una plaza de grandes dimensiones llamada Puerta de Rionever y representar una obra tras otra. En sus actuaciones no solo estaban sus títeres, sino también sus padres, que hacían acto de presencia en cada movimiento de las marionetas y en cada risa de los niños. A veces elegía una comedia, otras escogía un drama o una aventura. Fuera cual fuera el género, siempre sacaba a escena todos sus muñecos y reunía a su alrededor a una buena cantidad de criaturas de todas las edades. Era feliz al ver cómo la gente disfrutaba con su espectáculo y no se imaginaba, después de tanto tiempo, en otro trabajo que no fuera ese.
Un buen día, cuando las farolas de la ciudad se encendieron tras la caída del sol, Naror dio por concluida la jornada con una función de terror. Los niños más pequeños agitaron sus alas y echaron a volar para que los monstruos de los que había hablado el duddola no les alcanzaran. Mientras la Puerta de Rionever se vaciaba lentamente, Naror empezó a recoger sus pertenencias para regresar a la pensión en la que se hospedaba. Sonreía de oreja a oreja, satisfecho con la reacción que había tenido el público a esa nueva historia que había preparado con tanto mimo. Las hadas, exigentes con los cuentos, habían aplaudido con entusiasmo al final de la obra. Las monedas que llenaban en ese momento sus bolsillos eran su recompensa por tantas horas de trabajo.
Estaba pensando en el plato de carne que se iba a pedir al llegar al hostal cuando sintió un fuerte golpe en la cabeza, justo en la base del cráneo. Acto seguido oyó como un canto rodaba por el suelo empedrado de la plazuela. Escuchó unas risas infantiles detrás de él mientras se llevaba el brazo derecho al lugar donde la piedra había impactado. Sintió algo pegajoso en las yemas de los dedos, así que los apartó de inmediato y se las miró. Aunque la luz que le llegaba de las farolas era mortecina, pudo distinguir el color rojizo de la sustancia que manchaba su mano. Frunció el ceño ante la visión de su propia sangre.
El segundo impacto fue menor, pues el canto era más pequeño, pero le dio en la parte izquierda de la cabeza. Naror se giró para mirar a los vándalos, pero no alcanzó a ver mucho, ya que uno de ellos se abalanzó sobre él y ambos cayeron al suelo con un sonido seco.
—Sucia rata roja de cloaca —espetó su agresor mientras le daba un puñetazo tras otro. Por su voz supo que se trataba de un crío—. A nadie le gustan tus estúpidas marionetas.
A su alrededor resonaron varias risas seguidas del sonido de herraduras contra el suelo. «Sátiros», pensó el duddola mientras se cubría la cara con los brazos. No le sorprendió el descubrimiento, ya que los sátiros eran una raza cruel y violenta. Solo había que ver el deplorable estado de los presos que retenían en sus cárceles para darse cuenta de su falta de compasión hacia el sufrimiento ajeno. Soltó un gemido al notar un nuevo golpe y suplicó que se detuvieran. Sin embargo, solo obtuvo nuevas carcajadas como respuesta. No entendía el odio infundado que parecían tenerle esos chicos. No había hecho nada malo. Era un simple artista que se limitaba a intentar alegrar el día a los demás con sus títeres. Nunca se metía con nadie y siempre trataba a todos, tanto dentro de sus obras como en la vida real, con respeto y educación. Soltó un gemido y se encogió en un acto reflejo cuando la pata de uno de los niños impactó contra su costado.
—Kito, destroza esa mierda de teatro. Que no quede nada.
—¡No! —chilló Naror con desesperación. El miedo se había apoderado de él—. Es lo único que tengo, por favor.
Varios muchachos se rieron a modo de respuesta. El duddola intentó incorporarse para salvar sus marionetas, pero un golpe en la sien izquierda le tumbó y le dejó semiinconsciente.
El tiempo se estiró y deformó y los sonidos le llegaban amortiguados. Sintió que alguien le zarandeaba con fuerza, pero fue incapaz de hacer nada. Era como si su cuerpo no le perteneciera y su mente se hubiera quedado atrapada entre la realidad y el mundo de los sueños. Las cuerdas vocales no le respondieron cuando intentó quejarse.
—Venga, vámonos —ordenó alguien—. Que se pudra.
De pronto, se hizo el silencio. Ya no había risas ni ruido de cascos. Solo estaba él y un murmullo lejano y constante que no lograba identificar. Se dejó llevar por esa extraña tranquilidad que le rodeaba y cerró los ojos.
Cuando los volvió a abrir, aún aturdido por el último golpe, un cielo estrellado le dio la bienvenida. Le extrañó que el ambiente oliera a madera quemada, pero no le dio demasiada importancia. Tosió a causa del humo que había a su alrededor y un latigazo de dolor le estalló en el costado. Se quedó quieto durante unos instantes para recuperarse y fijó los ojos en los pequeños puntos brillantes del firmamento que ni la humareda ni las luces de las farolas lograban eclipsar.
De repente, los últimos sucesos acudieron a su mente. «¡No!», pensó aterrado. Se incorporó, no sin esfuerzo, y alzó la cabeza hacia donde estaban sus pertenencias. Toda la estructura que formaba el teatro ambulante que habían construido sus padres años atrás estaba en llamas. Largas y sinuosas lenguas naranjas consumían sus recuerdos. Se levantó entre gemidos de dolor y se acercó tambaleante. Estiró el brazo para intentar salvar algunos de sus títeres, pero el fuego le quemó los dedos. Retiró la mano con rapidez y se dejó caer al suelo, consciente de que no podía hacer nada. Sus rodillas golpearon la piedra, pero Naror no sintió ningún tipo de dolor, pues había uno mayor que anulaba el resto de sus sentidos, uno que se había enquistado en su pecho.
El naranja y amarillo de las llamas se recortaban en la noche con una belleza y una fuerza sobrenaturales. Naror apartó los ojos para mirar a su alrededor en busca de algún tipo de ayuda, pero la plaza estaba completamente vacía. Él era el único testigo de aquello y eso le produjo una profunda desazón. Las sombras de la noche lo abrazaron para intentar reconfortarlo. Sin embargo, no había consuelo alguno para su corazón, que yacía hecho pedazos en su interior.
El fuego crepitaba mientras devoraba sus recuerdos y su posibilidad de seguir adelante, pero también lo único que le quedaba de sus padres. Aquel teatrillo le había acompañado desde su infancia. Conocía cada arañazo que tenía no solo la estructura, sino también los títeres, unos muñecos que iban a desaparecer esa misma noche como si jamás hubieran existido. Se debatía entre el dolor, el miedo y la impotencia. Dolor por ver cómo ardía todo, miedo por lo que haría a partir de ese momento e impotencia por ver cómo se consumían sus pertenencias. Él solo era un mero observador. Estaba condenado a ver un espectáculo macabro que, en lugar de despertar admiración o sorpresa, le rompía por dentro. Una parte de él se negaba a creer que aquello fuera real. Deseaba que todo formara parte de una pesadilla, pero el tiempo pasaba y él no se despertaba.
El primer títere en desaparecer fue la elfa. Lo primero que se quemó fue su cabello dorado, hecho de lana trenzada. Le siguieron las prendas que su madre había cosido, años atrás, con tanto esmero. Una lengua de fuego se cebó, en ese momento, con el hada, la marioneta de la que más orgullosos estaban sus padres por el acabado acristalado de sus alas. Tampoco se salvaron el sátiro y la druida.
Naror negó con la cabeza y un hondo gemido salió de su garganta. Había afrontado la muerte de sus padres. Aunque una parte de él se había ido con ellos, había seguido adelante. Pero no estaba seguro de poder superar esa tragedia.
—No puedo creer que esto esté pasando… —murmuró para sí.
Era incapaz de apartar la mirada. Toda su vida estaba en ese pequeño teatro con ruedas. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Las lágrimas se agolparon en sus ojos mientras observaba, hipnotizado, el silencioso baile del fuego que devoraba la madera con la voracidad de un lobo hambriento. Un trozo de tela del escenario se desprendió y cayó al suelo con un siseo. Naror clavó los ojos en ese pedazo mientras no paraba de repetirse que aquello no podía ser cierto.
«Que pare, por favor. Que esta desagradable broma pare», pensó con amargura. Sentía el calor de las llamas en su rostro, pero no podía apartarse. Tenía todos los músculos agarrotados. Parecía una estatua condenada a contemplar su propia decadencia.
Era cierto que con el dinero que llevaba encima podría comprar algunas cosas y volver a empezar, pero no sería lo mismo. No serían las marionetas de sus progenitores, el escenario no guardaría tantas historias y sus padres no volverían a escena con cada obra. Soltó un largo gemido para intentar deshacerse de la impotencia que sentía, pero esta seguía atascada en algún punto de su pecho, una impotencia que estaba seguro seguiría allí durante mucho tiempo.
Escuchó el ruido de unos pasos a su alrededor, pero no se giró para ver de quién se trataba. Fuera quien fuera, llegaba demasiado tarde. Alguien le puso la mano en el hombro y susurró unas palabras de aliento que Naror no escuchó. Solo tenía oídos para ese constante y agónico crepitar. Una de las ruedas del teatrillo se rompió y toda la estructura se vino abajo. Se desmoronó como un castillo de naipes. Una mano le agarró del abrigo y lo apartó para que los trozos de madera que salieron despedidos no le golpearan. El duddola aulló de dolor al ver en lo que se había convertido todo. Un par de personas le obligaron a levantarse y a dar la espalda a las llamas.
¿Cómo iba a superar aquello? ¿Cómo se recomponía un corazón hecho pedazos? Las lágrimas que había contenido hasta ahora se deslizaron por su rostro, una tras otra, en un llanto silencioso. Varias hadas se acercaron con cubos de agua en las manos, pero al artista ya no le importaba si apagaban el fuego o dejaban que se consumiera. Ya no había nada que se pudiera salvar.
Soltó un suspiro ahogado y comenzó a caminar con paso tambaleante. No sabía a dónde se dirigía. Lo único que tenía claro era que necesitaba alejarse de allí. No echó la vista atrás para contemplar los restos porque si lo hacía, lo poco que quedaba de su corazón se desmoronaría como lo había hecho su teatro. Y nadie sobrevive a un corazón hecho cenizas.